Fotograma extraído de la película El séptimo sello, de Ingmar Bergman
Cualquier fotograma cogido al azar y por separado de la película ‘El séptimo sello’ da pie a la recreación estética más absoluta, toda la película es como un viaje pictórico en el que la belleza de las imágenes, además de ser mágica y maravillosa, no es superflua, tiene relación con el contenido. Sus personajes son arquetípicos, representan en sí mismos una forma de entender la vida, o diferentes momentos psicológicos por los que una persona puede pasar.
El deseo de encontrar el verdadero significado de la existencia mueve a uno de estos protagonistas (Antonius Block, un caballero que regresa de las cruzadas a una Europa medieval asolada por la peste negra) a emprender un viaje simbólico a partir del período de tregua que la muerte le concede. Este viaje simbólico transcurrirá en paralelo a la partida de ajedrez que enfrenta a Antonius Block con la mismísima muerte.
El caballero vuelve de las cruzadas acompañado de su escudero Juan, que representa la razón y el nihilismo propios de nuestra época, en ambos personajes se ve reflejado el conflicto esencial filosófico-religioso acerca de la existencia o ausencia de Dios. Uno creyente pero atormentado, desesperanzado y sumido en el desánimo que le produce la idea de un Dios que tolera tal nivel de sufrimiento y ‘sinsentido’ en el mundo; y otro ateo pero cínico e impertinente, sin capacidad para ilusionarse por nada en la vida. Ambos son los dos polos de una misma forma de comprender el mundo, un mundo que gira en torno a la fantasía de Dios, presente o ausente, pero un Dios al fin y al cabo. En lugar de Dios, también podríamos utilizar otras palabras como Arte, Ciencia, Política o todas aquellas materias con las que el hombre moderno trata de buscar respuestas y sentido a la existencia tras la ilusión de haber matado a Dios. De transfondo a lo largo de la película está el conflicto universal entre deseo y realidad, ante el que la muerte nos obliga a tomar consciencia.
Además de estos dos personajes, la película nos muestra también a una pareja de comediantes cuyos nombres (nada casuales) son María y José, y que con su bebé viven la felicidad del presente junto a otro personaje fundamental de la película: la Naturaleza. No es casual tampoco que la película transcurra en la época medieval ya que también en esta época fue habitual en la literatura la personificación de la diosa Natura. En estos personajes parecen cumplirse las palabras de Alain de Lille y Jean de Meun acerca de la naturaleza como vicaria de Dios.
A. de Lille, De Planctu naturae 6, 21:
“que a tua ineunte etate, dei auctoris vicaria rata dispensatione, legitimum tue vite
ordinavi curriculum?”, “¿quién, desde tu primera infancia, fue encomendada como
vicaria del Dios creador, para guiar el curso de tu vida adecuadamente?” (1)
La Naturaleza es pues, también en esta película, una intermediaria esencial entre lo humano y lo divino.
La escena con la procesión de los flagelantes y el discurso que pronuncia el predicador que los encabeza es una de las que me ha parecido más potente y reveladora, y que, por el contexto en el que se sitúa la película podría también ofrecernos algunas claves para el momento actual.
La escena comienza con una obra de entretenimiento que representan los juglares en la plaza del pueblo, es la vida que transcurre en un pueblo y que se ve de pronto interrumpida, paralizada, castrada por una procesión de flagelantes encabezados por un predicador que trae consigo su propio teatro. Un comediante más convincente que propaga el discurso de la tortura, el dolor, la condena, la podredumbre, la acusación y el señalamiento, el maltrato psicológico, la muerte por la muerte, el discurso del miedo que engendra la verdadera muerte. El verdadero conflicto mortífero que acecha y hunde a la humanidad en la miseria es la instrumentalización del miedo para convertirlo en irracional y poder así controlar y dominar a las personas.
Si bien el tema principal de la película es el silencio de Dios, hay algo que en esta escena observamos directamente derivado del silencio de Dios, y es el aprovechamiento de ese silencio para hablar en nombre de Dios. Es muy simbólico como la cámara registra el paso de la procesión hasta que se vacía el espacio, la procesión pasa y lo que queda es el silencio, un silencio por otra parte entendido a partir de la visión racionalista y literalista del mundo.
Fotogramas extraídos de la película El séptimo sello, de Ingmar Bergman
El encuadre en el que se ve al predicador-torturador en primer plano, la talla de un Jesucristo crucificado perplejo, desencajado, con cara de horror y de no comprender absolutamente nada, y los comediantes en un tercer nivel observando con esos rostros que nos muestran sorpresa, oposición, firmeza y defensa de la humanidad. Ellos, que parecen quedar fuera de la red de tortura que lanza este predicador, los que no han sido atrapados por el miedo, por el acoso de un Dios externo, son los que pueden vivir libres, no sometidos al miedo pero a la vez capaces de respetar los límites que impone la muerte. Simbolizan el estar en Dios, y son así los únicos que verdaderamente se salvan, los que después de atravesar la noche y la tormenta, despertarán en la luz de un nuevo día.
Aunque el debate a lo largo de la película parezca centrarse en la dualidad entre el creyente y el ateo, con el transfondo constante de la muerte a la que tratan de engañar, en realidad las dos actitudes derivadas de este enfoque: la ingenuidad del que cree que un Dios vendrá a salvarlo y el cinismo del que cree que está por encima de la muerte, traslucen ambas la incapacidad del respeto por la vida, tratando de burlarse de la muerte, se burlan en realidad de la Vida, y es así como terminan en esa danza macabra encadenados los unos a los otros y liderados por la que verdaderamente mueve los hilos cuando la conexión con la divinidad se rompe.
Referencias:
(1) José Luis Quezada Alameda. La κατάβασις en el canto X de la Alexandreis.
Comments